La actividad física produce una serie compleja de consecuencias. El ejercicio puede afectar al apetito, al peso y composición del cuerpo y al metabolismo basal. 1. Actividad física e ingesta. A nivel popular, es ampliamente aceptado que el aire puro y sano de la montaña o del mar despierta el apetito, de la misma manera que la actividad física puede aumentar la ingesta.
Por ello, se ha considerado, erróneamente, que no es aconsejable prescribir ejercicio físico para reducir peso, ya que el gasto energético que se consigue se compensa rápidamente al aumentar el apetito y la ingesta. Sin embargo, la relación entre ejercicio físico y consumo de alimentos no es tan clara como la que se supone que existe entre obesidad e inactividad física. Las investigaciones que se han realizado sobre el tema muestran que el ejercicio puede aumentar, disminuir o no afectar a la ingesta.
Estas diferencias podrían ser explicadas
En parte, tanto a diferencias de edad y sexo de los sujetos como a la intensidad y duración del ejercicio practicado y al tipo de ejercicio (Stern, 1984). Los estudios con animales han demostrado claramente que la actividad reduce el consumo de alimentos en los machos (Katch, Martin y Martin, 1979; Nance, Bromley, Barnard, y cois., 1977), pero que esta reducción no se aprecia entre las hembras (Nance y cois., 1977).
Con humanos, son pocos los trabajos que se han realizado para identificar los efectos de la actividad física en la conducta de ingesta; sin embargo, los primeros resultados mostrados apuntan en la misma dirección que los obtenidos en los estudios con animales.
Por ejemplo, Holm, Bjórntorp y Jagenburg (1978) encontraron que los sujetos de su estudio mostraban una disminución del apetito después de practicar ejercicio, y Epstein, Masek y Marschall (1978) comprobaron que el consumo de alimentos en niños en edad escolar podía reducirse programando el recreo antes del almuerzo, en lugar de después como es habitual.
Así pues, parece que el ejercicio disminuye la ingesta, y aunque casi ningún estudio ha evaluado la duración de estos efectos, Stern (1984) señala que éstos se producen a corto plazo para sujetos moderadamente activos, mientras que para individuos sedentarios los efectos no se observan hasta después de un período prolongado de actividad física.
Si, como mencionábamos en el apartado anterior, los sujetos obesos son más sedentarios que las personas con normopeso, probablemente como consecuencia de su propia obesidad, parece evidente que la prescripción de ejercicio debe acompañar cualquier tipo de tratamiento destinado a reducir peso. Aunque, en un principio, los efectos de dicho ejercicio aumenten la ingesta, a largo plazo la cantidad de alimentos consumidos se reducirá, favoreciendo la pérdida de peso.
2. Efectos de la actividad física sobre el peso
Cualquier persona puede reducir peso con ejercicio físico, aunque esta disminución sea pequeña. Por ejemplo, si una persona intenta reducir peso solamente mediante un programa de actividad física, puede alcanzar una pérdida media de 120 g por semana si es obesa, y de 50 g si su peso es normal. Evidentemente, la magnitud de la pérdida de peso es proporcional a la frecuencia e intensidad del ejercicio (Brownell y Stun- kard, 1980).
Los trabajos realizados en esta área son bastante consistentes y, por lo general, muestran resultados que difícilmente pueden ser interpretados como efectos exclusivos de la actividad física, sino que, con frecuencia, van acompañados de cambios en los patrones alimentarios. Además de la pérdida de peso, se supone que el ejercicio conduce a la reducción de la grasa corporal y un aumento de la musculatura. Se considera que un hombre de peso normal tiene entre un (5 y un 20 % de grasa corporal, mientras que una mujer tiene entre un 20% y un 25%.
Por el contrario, un atleta que practique, por ejemplo, un deporte que implique gran resistencia como correr un maratón, solamente tiene un 5 % de grasa corporal (Stern, 1984). León, Conrad, Hunninghaka y Serían (1979) sometieron a obesos sedentarios a un programa de 16 semanas y observaron que la pérdida media de peso fue de 5,7 kg; presumiblemente, la mayor parte del peso perdido procedía del tejido graso.
En el mismo sentido, Gwinup (1975) indicó que mujeres obesas que caminaban un mínimo de 30 minutos diarios habían perdido una media de 8 kg en el período de un año. Parece pues evidente, que la actividad no sólo permite que se obtenga una pérdida de peso, sino que por lo general dicha pérdida proviene de la grasa corporal. Sin embargo, se debe tener presente que estos cambios no surgen inmediatamente, y por lo tanto es necesario mantener los programas de actividad física para que éstos produzcan sus efectos.
Bjórntorp (1975) sugiere que si el ejercicio que se prescribe es suficientemente vigoroso, son por lo menos necesarios dos meses de entrenamiento para obtener reducciones significativas de grasa corporal.
Las personas obesas que siguen solamente un régimen alimenticio para perder peso, pierden, a menudo, tejido muscular además de grasa. Cuando la dieta se combina con programas de actividad física, además de no producirse esta pérdida, puede llegar a incrementarse la musculatura (Speaker, Schultz, Grinker y Stern, 1983; Zuti, Golding, 1976).
3. Actividad y metabolismo basal
Por último, nos parece interesante resaltar que además de los efectos positivos que sobre el peso, el tejido adiposo y el tejido muscular tiene la actividad física, el ejercicio en sí mismo puede facilitar la pérdida de peso e incrementar el ritmo metabólico. Este incremento puede ayudar a contrarrestar la reducción del ritmo metabólico que se produce con ingestas calóricas restrictivas (dietas).
Numerosos autores han señalado que la restricción calórica provoca una reducción del 15 al 30% en el ritmo del metabolismo basal, tanto en obesos como en personas delgadas (Apfelbaum, Bostsarron y Lacatis, 1971; Bray, 1969; Drenick y Dennin, 1973;- Ho.ward, Grant, Challand y cois., 1978). Las consecuencias de esta disminución en el ritmo del metabolismo parecen claras: la reducción del peso mediante dieta favorece que el organismo se adapte al nuevo consumo calórico, que puede impedir futuras pérdidas de peso.
Para ilustrar este hecho, Apfelbaum y cois. (1971) calcularon que la grasa corporal decrecería aproximadamente 40 g por día en un individuo que redujera su ingesta de 2.000 a 1.500 calorías por día. Al final del segundo mes de dieta, el sujeto perdería solamente el 50 %, es decir, 20 g por día, siguiendo el ritmo decreciente hasta llegar a 1 0 g diarios al final del tercer mes, momento en el que dicho ritmo se detendría por completo. Estos cálculos han sido confirmados posteriormente por Garrow (1974) y Wooley y cois. (1979)