Hay que aprender a comer, pero ¿a quién deberia ir dirigida esta premisa? Naturalmente, en primer lugar a los casi ochenta millones de ciudadanos sobrados de peso que viven en los Estados Unidos, y a los incontables millones que se encuentran en sus mismas circunstancias en Europa; no obstante, también deberá dirigirse a esos “doctores de la dietética” que promocionan los costosos programas de pérdida de peso a corto término, como sustitutivos de regímenes más sensatos y de la reeducación alimentaria.
Aprender a comer para mejorar la salud y perder peso
También deberá dirigirse a la multimillonaria industria del ejercicio físico, que proporciona toda una parafernalia inútil y en ocasiones peligrosa incluso para la salud, destinada a un público crédulo que sólo tiene como objetivo inmediato hacer desaparecer el exceso de peso, y no el construirse unos músculos fuertes.
Por último, también habrá que asaltar la industria de las dietas alimenticias y sus millones de dólares, que vierten sobre el público ignorante cientos de aditivos químicos, toneladas de sacarina y demás productos potencialmente cancerígenos, y que proporcionan al iluso consumidor la fantasía de un producto azucarado que no resulta peligroso, cuando lo cierto es que innumerables riesgos le acechan detrás de cada producto sintético que se añade a los alimentos.
(Los peligros de estos productos son tanto psicológicos como fisiológicos, pues aunque las propiedades cancerígenas de los ciclamatos y las sacarinas no han quedado suficientemente probadas, sí lo han sido los efectos perjudiciales del excesivo consumo de azúcar.)
El peligro real se esconde en el “paladar endulzado” colectivo de la nación, y los edulcorantes no hacen sino sumarse a los problemas que representa la dieta media del consumidor, aunque realmente eliminen calorías de esta dieta.
Nuestra lucha también debería dirigirse contra los elaboradores y distribuidores de las comidas “cómodas”, saturadas de azúcares, que llegan a sumar el sesenta por ciento de la dieta típica norteamericana, proporcionan a sus consumidores una gran cantidad de calorías nutritivamente vacías y no añaden a la dieta otra cosa que el sabor, aparte de arruinar los dientes de aquéllos.
También podríamos incluir en nuestra lista de interesados por encontrar una buena solución a la obesidad a los gastrónomos, los fanáticos de las comidas sanas, los promotores de los complementos dietéticos o de las píldoras de reducción de peso, e incluso a aquellos miembros de la profesión médica que no ofrecen buena información ni buen consejo a sus pacientes sobrados de peso.
En suma, la lista es tan extensa que pocos quedan fuera de las filas en que deberían enrolarse los convocados por la campaña del doctor Gastineau. Como agudamente observaba Pogo, en una novela de Walt Kelly: “He visto al enemigo, y somos nosotros”.