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¿Cuánto debemos pesar?

Las tablas de pesos como la que se reproduce en la página anterior fueron consideradas en otro tiempo como el método más sencillo de determinar lo que debía pesar un individuo obeso. En los últimos años, sin embargo, tales tablas se han visto sometidas a los ataques de muchos expertos, y son bastantes los especialistas que aconsejan a sus pacientes obesos que descarten por completo el concepto de peso ideal. Argumentan que tales tablas reflejan los prejuicios contemporáneos respecto a los genotipos más robustos, y apuntan que los pesos que se dan en dichas tablas se basan en muestras poco representativas del conjunto de la población.

Cuánto debemos pesar

¿Cuánto debemos pesar?

En los artículos que ahora está leyendo se exponen las objeciones que habitualmente se formulan contra este tipo de estadísticas, y es conveniente que el lector se familiarice con los puntos más salientes de tales objeciones antes de consultar la tabla que publicamos en la página anterior. Al tratar de determinar el peso ideal de un individuo, deben tenerse en la mente las dos recomendaciones principales siguientes. La primera es que las tablas estadísticas de pesos son, en todos los aspectos, superfluas, pues uno no necesita una tabla de pesos para saber si está obeso. La segunda es que las tablas de pesos suelen demostrar que uno está más gordo de lo que realmente es, en especial si se es mujer o de raza distinta de la blanca, o si se han sobrepasado los cuarenta años. Ello convierte la tarea de someterse a régimen en algo todavía más descorazonador. Es mejor ignorar una tabla de pesos que le indique que ha de perder usted dieciséis kilos, y dedicarse intensamente a perder cinco. Cinco kilos es un objetivo razonable, mientras que dieciséis es prácticamente imposible, a menos que vaya usted acercándose a tal cifra en etapas de cinco cada vez.

Además, debe tenerse bien presente que las cifras de estas tablas reflejan los datos reunidos entre aquellas personas que suscriben pólizas de seguros, no de la población en su conjunto. Como resultado, las cifras resultan más ajustadas a los varones de edad media que poseen casa, automóvil y cargos de importancia, y por tanto vidas que asegurar. Mucho menos precisas resultan las cifras cuando se aplican a otras clases sociales, a otras razas o al sexo femenino.

Al referirse a las objeciones que le merece la confianza en los datos de las tablas de peso ideal, Anne Scott Beller se remite a un reciente estudio efectuado entre dos grupos étnicos de Providence, estado de Rhode Island, uno formado por italianos y otro por judíos. Según la estadística, el setenta y dos por ciento de las mujeres del segundo grupo estaban ligeramente obesas, por cuanto pesaban entre siete y dieciséis kilos más de lo que las tablas indicaban como su peso ideal. Era, en cambio, una mujer italiana la que mostraba la cifra más alta de obesidad real, si se definen como tal los dieciséis o más kilos de exceso sobre el peso ideal de las mujeres de su edad y estatura. Parece válido interrogarse sobre la veracidad de una estadística que identifica a todo un subgrupo como obeso, pero que no es capaz de identificar la obesidad auténtica de una población.

Lo que pueden indicarnos tales tablas, y realmente lo hacen, es hasta qué punto se desvía nuestro peso de las normas nacionales para los individuos de nuestra edad, altura y genotipo aproximados.

Pueden indicar, por ejemplo, que una mujer pesa seis kilos más que el peso medio de las mujeres de un metro setenta y siete centímetros de altura y cuarenta y cinco años de edad, pero ahí termina toda la información. Lo pesado que uno parezca depende menos de los promedios estadísticos que de cómo lleve uno su exceso de peso, del ejercicio que realice, del estado de su tono muscular y de cantidad de factores del mismo tipo. Y el modo en que uno se sienta depende mucho más de la imagen que uno tenga de sí mismo que de cualquier estadística que se publique.

Un medio más preciso de determinar si uno está o no obeso es el denominado test epidérmico. Dos son las principales razones que recomiendan dicho método de descubrir el exceso de peso. La primera, que deja de lado la cuestión de la estatura media; la segunda, que es bastante sencillo de determinar. En la consulta del médico, este test se realiza con unos calibradores especiales que miden el grosor de la capa de tejido adiposo que se encuentra debajo de la epidermis, medición que se realiza con un alto grado de precisión. Lo que trata de descubrir el médico es si la capa de grasas excede el centímetro y medio de grosor, y esto puede lograrlo usted mismo, con una precisión bastante notable, utilizando los dedos pulgar e índice de una mano como calibradores. Para determinar el grosor de la grasa subcutánea busque una zona de unos cinco o seis centímetros por debajo de la costilla inferior, a la izquierda de la línea imaginaria que forma el esternón con el ombligo. Con cualquier mano apriete esta zona alzando la piel y presione con firmeza. Si la distancia entre el pulgar y el índice es mayor de dos centímetros y medio, puede usted tener por seguro que es obeso.

La función de estas tablas y test no es otra que decirle a usted lo que ya conoce, que necesita perder peso. Hay muy pocas personas, incluidas las que tienen problemas de peso del tipo más modesto, que necesiten una tabla o una prueba como la que hemos descrito para saber que están demasiado gordos; sus ojos les bastan para ello. El individuo ectomorfo, de veintitrés años por ejemplo, que repentinamente se ha vuelto sedentario una vez terminada la instrucción en la escuela, debido a su primer empleo de burócrata en una oficina, reconocerá instintivamente que está entre dos y cinco kilos por encima de su peso ideal, aunque el test epidérmico le dé negativo y en realidad esté cinco kilos por debajo del peso medio que le corresponde según las estadísticas. En cambio, el ama de casa de treinta y ocho años puede apreciar que su peso se ha estabilizado a un nivel quizás un poco por encima del que las estadísticas indican para ella, pero que le proporciona un cómodo equilibrio entre su consumo de calorías y su gasto de energías.

En resumen, el mejor índice de la obesidad es también el más simple: si cree usted que pesa demasiado, lo más probable es que tenga razón. Y si piensa que necesita perder peso, casi con toda seguridad acierta otra vez. Sin embargo, esto no nos lleva a ninguna parte. La obesidad puede ser la enfermedad de diagnóstico más sencillo del mundo, y la de más difícil curación. El mayor fracaso de la medicina preventiva ha sido confiar en su propia denominación y resultaría muy conveniente que uno se aproximara a todo programa serio de reducción de peso con respeto y precaución. No basta con el simple hecho de saber que uno necesita perder peso; también es necesario observar la respuesta del organismo a las dietas, pues éste es, más que cualquier otro, el factor que determinará cuánto peso llegue a perder y con qué rapidez lo haga.

El médico puede ayudarle a preparar el programa de acción, basándose en una evaluación detallada de su historial dietético previo. Lo que no puede lograr es hacerle reducir su peso, o por lo menos todo el que quiere usted eliminar, mientras quiera seguir adelgazando. Además, como ya habrá comprendido usted, tampoco los doctores Stillman, Atkins y Linn le servirán de mucho en este aspecto. Es usted quien debe mantener la vigilancia; es usted quien debe resolver el rompecabezas. Si alguna ventaja le ofrece el Plan Magistral sobre cualquier otro programa de adelgazamiento, es que proporciona un número tan grande y variado de soluciones que alguno habrá que le cuadre.

Es arriesgado en extremo generalizar respecto al exceso de peso, pero existe un punto que todos los que padecen problemas de este tipo parecen compartir: cuando empiezan un régimen, todos se marcan unos objetivos claramente por encima de sus posibilidades, y por tanto muy difíciles de alcanzar. Cuando un objetivo es irrazonable y por tanto inalcanzable, el resultado es fácil de predecir: un ciclo más de lo que Jean Mayer denominaba el método rítmico de control de la obesidad, el círculo vicioso de perder kilos, volverlos a ganar, perderlos otra vez, y así durante toda la vida. El primer objetivo del que pretenda seguir en serio una dieta debe ser salirse de este círculo, romperlo. Es mejor perder dos kilos para siempre que pasarse la vida ganando y perdiendo los mismos siete.

Un médico de la Clínica Mayo con cuarenta años de práctica a sus espaldas recomienda a sus pacientes obesos que no traten de perder más de un cuarto de kilo a la semana, por mucho que en anteriores dietas hayan logrado reducciones de peso mucho más espectaculares. Estas palabras le parecerán al paciente cuyo exceso de peso se acerque a los treinta y cinco kilos un objetivo casi risible, de una modestia tal que prácticamente será indistinguible de lo que considera su alimentación normal. Lo que tal paciente es incapaz de apreciar y que el médico, en cambio, comprende perfectamente, es que este régimen alimenticio tan modesto permitirá al paciente eliminar todos los kilos que tiene de más en el plazo de tres años, y que su misma inocuidad será la clave del éxito.

Si existe una única explicación al hecho de que nueve de cada diez personas que se someten a un régimen lo abandonen sin conseguir sus objetivos, esta explicación reside, casi con absoluta certeza, en la enorme diferencia entre la capacidad del obeso por sacrificar calorías y su posibilidad real de adecuarse a una dieta, es decir, entre su ambición y su capacidad de cumplirla. Ello nos lleva directamente a una segunda generalización acerca de las dietas, cual es la de que casi ningún objetivo dietético puede ser tachado de excesivamente modesto.

En un tema donde la única medida del éxito es el número de kilos que se pierden de un modo permanente, poco importa que el sujeto pretenda perder cinco o veinte kilos si no lo logra. Lo realmente importante, a la larga, es si consigue o no perder peso, sea la cantidad que sea. Es un asunto en el que se dan estruendosos fracasos y éxitos marginales, un asunto tan preñado de desastres y tan marcado por las reincidencias que toda mujer que logre perder un simple kilo de exceso de grasas al año, una vez superados los cuarenta, se convierte automáticamente en un fenómeno médico, aunque a ella ni se le ocurra opinar tal cosa de sí misma.

El Plan Magistral se ha creado para compensar la comprensible inclinación natural del paciente a sobrepasar los objetivos lentos que la dieta ofrece. Ello lo consigue de tres modos distintos. Para empezar, desalienta deliberadamente todo exceso en el ejercicio físico, toda modificación radical de la conducta y toda restricción calórica severa. Todas ellas son opciones fáciles de conseguir para el individuo moderadamente obeso; todas, también, se han revelado eficaces en la reducción de peso, pero es cierto, asimismo, que todas acaban por hacer fracasar al paciente más bien intencionado, el cual acaba por considerarlas como un precio demasiado alto a pagar por una silueta esbelta.

En cambio, el Plan Magistral ofrece docenas de sugerencias específicas para perder peso, pero no realiza recomendaciones generales. Esto sirve de acicate al paciente para desarrollar su propio programa de reducción de peso, el que le pueda servir, y luego recomponerlo o aumentarlo a su voluntad, adoptando una nueva sugerencia aquí o descartando otra menos eficaz allí, hasta que el programa resultante comienza a rendir los resultados apetecidos. Con ello se refuerza también la idea de que un programa de adelgazamiento verdaderamente eficaz debe ser modesto en su concepción, flexible en su planificación y funcional en la práctica.

El Plan Magistral también sabe ver que la impaciencia en obtener resultados de pérdida de peso —una reacción por otro lado muy humana—, es la mayor dificultad para un adelgazamiento eficaz a largo plazo. Como resultado de ello, muchas de las recomendaciones específicas del plan toman forma de autoengaños intencionados. Distraen al paciente del mismo concepto de dieta, con sus conocidos rituales de pesadas diarias, recuentos de calorías, comidas dietéticas, porciones medias y demás signos externos que refuerzan habitualmente el concepto de dieta. En su lugar, el paciente es estimulado para que tome la dieta en su sentido literal —lo que se come, la comida de cada día—, y no en su acepción popular —un ayuno de corto plazo con un principio y un final bien definidos—, y ésta es una de las nociones principales del plan.

Por último, el Plan Magistral hace hincapié en las posibilidades de poner en práctca la dieta que ofrece, con la idea de que la manera más sencilla de mantener la vigilancia es la que requiere menores alteraciones de los viejos hábitos y menores acomodaciones a nuevas rutinas. Por ejemplo, al autor de una reciente exposición de los más nuevos sistemas de adelgazamiento y demás falacias nutritivas le resulta muy sencillo y correcto enumerar los peligros potenciales de los aditivos químicos que casi todos los alimentos procesados contienen; otra cosa es, sin embargo, sugerir a voz en grito que el modo de evitar esas presuntas toxinas es apartarse de todo producto de granjas industriales. Dejando aparte la cuestión de si los productos cultivados biológicamente están más o menos contaminados que los otros, la solución que propone dicho autor no lo es de hecho para millones de personas que viven alejadas de los lugares donde se producen dichos alimentos biológicos, los huevos de granja o las aves sin manipulaciones en su alimentación; tampoco es solución para los millones de bolsillos que no pueden acceder, aunque quieran, a los precios de tales productos, notablemente más elevados.

No tiene mucho más sentido, en términos puramente prácticos, urgir a los lectores obesos de este blog a que adopten una dieta continuada de alimentación al estilo chino o japonés, pese al hecho incontrovertible de que dichas cocinas nacionales son modelos casi pefectos del tipo de comida correcta que recomienda el Comité McGovern. Se trata de una alimentación equilibrada en su aspecto nutritivo, alta en contenido de fibras vegetales y baja en grasas (sobre todo en grasas saturadas de origen animal), y marcan un especial interés por las frutas y vegetales. Asimismo, es significativo que no consuman apenas azúcar refinado; un banquete por todo lo alto en Pekín o en Tokio tiene tantas posibilidades de terminar con una suculenta sopa como la comida occidental en un buen postre.

La comida oriental, con todas sus ventajas, le resulta casi impracticable al ama de casa occidental, pues requiere una serie de ingredientes exóticos y poco familiares, muchos de los cuales son imposibles de conseguir fuera de las grandes poblaciones; además, es también necesaria una serie interminable de utensilios especiales. Si vive usted en una gran ciudad y le ha tomado el gusto a este estilo de comidas orientales, en nuestra opinión está alimentándose casi a la perfección. Sin embargo, si vive usted en un pueblo o tiene un marido que prefiere comer en otro estilo, o hijos que le exigen los productos que anuncia la televisión, la cocina oriental se convierte en otra sugerencia dietética misteriosa que no tendrá oportunidad de poner en práctica.

El Plan Magistral tiene en cuenta todas estas limitaciones de tipo geográfico, social, financiero o psicológico. Si le falta el encanto superficial de las dietas de moda y se echa en falta su engañosa retórica, tales pretendidas deficiencias quedan más que compensadas por su asombrosa eficacia. El Plan está pensado para que dé resultado, y lo da. Cada recomendación específica que aparece en el Plan Magistral ha probado ser un medio eficaz de reducción de peso para más de un individuo, y lo único que debe hacer es descubrir qué sugerencias son las que funcionan mejor en usted. Cuando lo haya hecho, habrá resuelto, por sí mismo y del modo que más le haya convenido, el rompecabezas de la obesidad.