Vemos constantemente una evolución de la obesidad año a año, antes vital para sobrevivir en un mundo hostil y precario, se convirtió en una mala adaptación cuando el hombre empezó a organizarse en ciudades, donde las fluctuaciones en el suministro de alimentos eran mínimas y las malas consecuencias fisiológicas de la obesidad se hacían más preocupantes que las perspectivas del hambre.
Conocer la evolución de la obesidad para poder combatirla
Fue la aparición de la ciudad lo que proporcionó la primera división real del trabajo, convirtiendo a unos en tenderos mientras otros seguían roturando el campo. Estos últimos, los bíblicos leñadores y aguadores, siguieron siendo delgados; los primeros se volvieron cada vez más sedentarios, y también cada vez más obesos.
Sólo con observar la estatua de madera del impresionante Sheikh el Beled, un funcionario egipcio que vivió hace más de cinco mil años, nos es dado ver cómo se convirtió la corpulencia en una de las plagas de la clase sedentaria.
Hasta tiempos muy recientes, por supuesto, esta clase ha sido muy reducida, tanto que la gran obesidad se ha asociado siempre a la riqueza, y hasta la segunda guerra mundial era una cuestión tan habitual como lógica imaginarse o describir a banqueros y negociantes con toda su riqueza medida en centímetros de cintura.
Lo más sorprendente de la pandemia de obesidad que afecta a Norteamérica y a Europa Occidental durante el medio siglo último es que no obedece a regla histórica alguna ni observa tampoco distinción de clase. Mírese como se mire, el viejo orden se ha invertido.
Un notable estudio realizado en Nueva York el año 1994 demostró que la obesidad era siete veces mayor entre los miembros de la clase socioeconómica inferior que entre los de la más alta. La obesidad, al parecer, es un dilema que sólo se les plantea a las sociedades ricas, pero no necesariamente un problema especial de los miembros más ricos de tales sociedades.
Si la sociedad norteamericana es, de hecho, la primera en la historia en la que se ha manifestado masivamente la obesidad, debe decirse que la sobrealimentación es el problema sanitario número uno del país. Un reciente informe publicado por el Departamento de Sanidad, Educación y Bienestar sostiene que el norteamericano medio tiene un exceso de peso de nueve kilogramos, y que la mujer llega a los diez.
De hecho, en los Estados Unidos se come tanto y tan bien que las enfermedades de las sociedades primitivas y desnutridas —el raquitismo, la pelagra y el escorbuto—, se han eliminado virtualmente, sólo para ser reemplazadas por una multitud de trastornos relacionados con la obesidad.
Para apreciar el profundo impacto que la riqueza posterior a la guerra ha tenido sobre la salud de la nación norteamericana, basta con observar el espectacular aumento en el número de casos diagnosticados de diabetes, afección relacionada habitualmente con el exceso de comida.
En 1950 había en los Estados Unidos 1,2 millones de diabéticos; en la actualidad son más de cinco millones, el cuarenta por ciento de los cuales padecen graves problemas de obesidad. Como hacía notar amargamente el doctor Richard F. Spark, de la Escuela de Medicina de Harvard: “Nos encontramos en un estado crónico de superávit de calorías, y es culpa nuestra. Hemos exigido y construido una sociedad que nos pone difícil el seguir delgados. Nuestra rutina cotidiana no puede ser más adecuada para la promoción y el aumento de la obesidad…”